Violencia en el sur de Yucatán: Una señal de alarma
Dulce
María Sauri Riancho
En estas últimas semanas se han dado a
conocer los resultados de diversos estudios sobre la seguridad en el país,
provenientes tanto de datos estadísticos como de encuestas de opinión. La
encuesta anual del Inegi (Envipe), así como otros trabajos de investigación
realizados por organizaciones de carácter privado coinciden en señalar a
Yucatán y a Mérida como dos de los lugares más seguros para vivir. Esta
consideración descansa tanto en las cifras de homicidios, secuestros y otros
delitos de alto perfil asociados al crimen organizado, como -lo más relevante-
en la percepción que los yucatecos tenemos de vivir seguros.
Tantas “porras” nacionales recibidas en
materia de seguridad parece que han logrado adormecer de alguna manera el
sentido de alerta ante acontecimientos que deberían encender “focos amarillos”
en el plácido tablero de nuestra complacencia. Y una de esas señales de alarma
proviene del Sur. Entre las huertas de frutales y sembrados de hortalizas se
está gestando un fenómeno que aún no captura el interés debido de las
autoridades. Un ejemplo reciente de esta situación lo representan los sucesos
de Pustunich, comisaría de Ticul, donde “… un grupo de entre 15 y 20 jóvenes,
encapuchados y en motocicletas, trató de matar a pedradas a un par de cuñados,
JFCH y JMC, y a la esposa de este último…”.
La región sur de Yucatán se caracteriza
por la convivencia entre poblaciones y localidades prósperas, con recursos
económicos provenientes de las actividades agrícolas y el comercio de frutas y
verduras producidas en sus numerosas huertas. Cuenta también con tecnología
moderna para cultivar en invernaderos y en grandes extensiones dedicadas a las
hortalizas de exportación al mercado norteamericano. Pero, por otra parte, en
la zona sur se ubica Tahdziú, el municipio clasificado como el más pobre de
Yucatán, cuyos habitantes están dedicados en su mayoría a la milpa tradicional,
con sus magros rendimientos. Si sumamos que atrás de la prosperidad se oculta
el desempleo y la falta de opciones productivas para los jóvenes, incluyendo
los egresados de las instituciones de educación superior de la zona,
entenderemos las razones de la población trabajadora sureña que, ante la falta
de oportunidades en su región, se va a laborar a Cancún y a la Riviera Maya.
Unos son los llamados “semaneros”, porque cada fin de semana retornan a sus
casas, donde han permanecido sus esposas e hijos pequeños, además de los
ancianos que ya no pueden realizar las desgastantes jornadas de trabajo y
traslados de cada siete días. Otros sureños han emprendido viajes mucho más
largos que al norte de Quintana Roo. Son aquellos que, desde hace más de 50
años participaron en el programa “Bracero”, por medio del cual se trasladaban a
los Estados Unidos con un contrato temporal. Quizá esta experiencia fue el
origen de la costumbre de ir a trabajar al vecino país, con papeles o sin
ellos. En algunos casos permanecieron e hicieron su vida por allá. En otros,
regresaron, bien fuera por propia voluntad o deportados después de alguna
experiencia terrible con la “migra” norteamericana.
Desde hace varios años se han dado a
conocer diversos incidentes de violencia que traspasan, con mucho, los delitos
tradicionales cometidos en el sur de Yucatán. Me refiero al aumento del número
de homicidios cometidos en riña, dicen que motivado por el alcohol o como
resultado de la violencia doméstica, que se suman al aumento considerable de denuncias
de robos de bombas para regar, tubería y otros instrumentos del trabajo
agrícola, que hasta hace poco eran respetados, aun si se encontraban en
aisladas huertas de la región y sin vigilancia humana alguna.
Más grave que la cantidad es la forma como
se han cometido diversos ilícitos en la región sur de Yucatán. Se han ejecutado
en pandilla, mediante la asociación de grupos de jóvenes que se organizan para
amenazar, despojar, agredir e incluso matar a aquellos con quienes disputan
espacios y propiedades de determinados bienes. Por eso resulta particularmente
preocupantes los sucesos de Pustunich, por la casi veintena de jóvenes que se
pusieron de acuerdo para amagar y apedrear a tres personas, con intenciones de
privarlas de la vida.
Ignoro las causas de la agresión al
trío de Pustunich. Pero la forma de ejecución en su modalidad de “pandilla” es
razón suficiente para encender con particular intensidad la señal de alarma. Es
cierto que las armas fueron piedras, no metralletas, pero ¿se trata de esperar
hasta que haya un enfrentamiento en que salgan a relucir pistolas, balazos y
muertos? Las poblaciones del sur de Yucatán merecen sentirse tan tranquilas
como los habitantes de Mérida.
El Sur de unos y de otros necesita un
programa especial que permita ejercer el derecho humano fundamental a una vida
libre de violencia. En su diseño deberán intervenir antropólogos y sociólogos,
además de los responsables de la seguridad pública estatal. Habría de
convocarse a las organizaciones sociales y cívicas de la región, para escuchar
sus opiniones y comprometer su acción, en conjunto con las instituciones
gubernamentales. Castigar el delito no basta: se requiere llegar a sus raíces y
combatirlo. Reconocer que existe el problema es el primer paso para actuar. Estamos
a tiempo.- Mérida, Yucatán.