Robos y redes en la costa: Seguridad en entredicho

Dulce María Sauri Riancho
El calendario de las vacaciones escolares sigue provocando comentarios. Uno de los más interesantes fue expresado por el padre Lorenzo Mex hace unos días en estas páginas. Párroco de Progreso por muchos años, ahora está a cargo de la feligresía de Chicxulub Puerto. El prestigiado sacerdote afirma que la temporada forma parte esencial de una tradición sobre la cual se ha fincado la seguridad de que goza Yucatán, a diferencia de muchas partes del país actualmente azotadas por la violencia del crimen organizado. Vista la limitación del número de temporadistas de entonces y de ahora, esta afirmación me llevó a hacerme la pregunta sobre si existe realmente tranquilidad en la región costera yucateca, si la criminalidad ha sido barrida por las brisas marinas y la cohesión familiar. No creo que sea así.

Un breve repaso periodístico a las circunstancias que afrontan actualmente las poblaciones de la costa disiparía esa imagen idílica de un pasado cuando se podía dejar la lancha, con motor incluido, los dos meses de la temporada veraniega fondeada frente a la casa, con el único riesgo de que se soltara la potala y derivara hacia el vecindario.

Desde hace años se conoce la existencia de bandas dedicadas al robo de motores fuera de borda, propiedad de los pescadores ribereños. No hace mucho hubo incluso un enfrentamiento entre elementos de la policía y presuntos ladrones. Ni pensar en dejar fondeadas las embarcaciones en los refugios pesqueros, que si bien les brindan abrigo, no garantizan la integridad de sus bienes.

Las parejas de extranjeros, generalmente jubilados de Estados Unidos y Canadá, han encontrado en la costa yucateca un lugar placentero para pasar la temporada de invierno, cuando la mayoría de los yucatecos ha retornado a Mérida. Pero esa tranquilidad se ha visto seriamente perturbada por los numerosos robos que han sufrido. Es cierto que los hurtos afligen también a los yucatecos, propietarios de casas veraniegas, pero el grupo de extranjeros se ha constituido en sus víctimas favoritas. Dinero, cámaras fotográficas, celulares, laptops y cualquier objeto electrónico de fácil venta o empeño son los más buscado por los amigos de lo ajeno. Las notas periodísticas de los años recientes muestran que los latrocinios aumentan entre noviembre y febrero de cada año; que de muy poco sirve interponer denuncias ante las autoridades. Es fácil presumir que la comunidad conoce a los que cometen estos actos y en cierta manera los protege.

Las notas relacionadas con la captura del “pepino de mar” han invadido la “nota roja” de los medios locales. El hasta hace poco desconocido equinodermo resultó ser una exquisitez de la cocina asiática, que alcanza elevados precios en esa región. Por ser una especie protegida por la Profepa, la cantidad autorizada para captura está limitada en volumen y tiempo. Pero se puede ganar tanto dinero con su venta, que con veda y sin ella se pesca “pepino de mar”, se salcocha y vende, mediante redes organizadas que se extienden hasta los propios lugares de destino en el Oriente.

Se han detenido cargamentos clandestinos en el mismo aeropuerto de Cancún y, como caso extremo, en un hotel del centro de Mérida, donde un huésped oriental decidió realizar el cocimiento de 70 kilogramos de “pepino” recién capturado. “Pobrecitos”, parecen murmurar las voces que propugnan por liberar la captura y ayudar de esa manera a aprovechar un boom que muy pronto podría acabar por el agotamiento de la especie. La tensión entre las policías y los “pepineros” ha ido en aumento, registrándose incluso varios enfrentamientos.

Los robos de motores marinos, los asaltos a las residencias veraniegas y la violación de las leyes ambientales y las regulaciones comerciales para satisfacer la demanda del valioso equinodermo desdibujan la idílica imagen de la paz y seguridad costeña. Las víctimas no han recibido justicia ni recuperado sus bienes. ¿Cómo es que las cámaras empresariales, los comerciantes y los propietarios de residencias en la costa no se han ocupado de este flagelo que agravia a la economía y a la sociedad?

Cuando se construye una red para delinquir, ésta sirve no solamente para una actividad, como podría ser el tráfico de drogas o el tráfico de personas, sino también para otras que por igual demandan organización. En distinta escala es lo que se ha presentado en la costa yucateca: redes para robar y comercializar motores marinos; redes para capturar, salcochar y vender “pepino de mar”; redes para hurtar los bienes comercializables de las casas y de los visitantes extranjeros. La minimización de estos hechos puede traer graves consecuencias. Se trata de impunidad para delinquir. Y si es tan fácil y sin consecuencias, ¿qué podría evitar el escalamiento de las actividades delictivas hasta llegar a representar una amenaza a la tranquilidad social de Yucatán?


La pasividad social frente a la impunidad es mala consejera, más cuando se combina con el efecto “espejito”, que no es otro que contemplarnos cada día y decirnos “somos el estado más seguro”. Hasta que un día el espejo se rompa en mil pedazos de realidad cuando esos grupos organizados representen una amenaza cumplida, con su cauda de violencia y dolor. ¿Por qué esperar?

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