Adiós al federalismo

Dulce María Sauri Riancho

Desde la escuela primaria aprendemos que México es una república federal. Significa que los 31 estados han suscrito un pacto en la Constitución para mantenerse unidos, en cuanto a su régimen político y los grandes sistemas de justicia, seguridad, recaudación, entre los más importantes. Al mismo tiempo, el sistema federalista otorga a las entidades la soberanía respecto a su organización interna, lo que significa que cada una puede dictar las modalidades que su condición, tradiciones y costumbres le señalen, a través de sus congresos.

No voy a agobiar este breve comentario con reminiscencias de las cruentas luchas del pasado. El resultado es que, hasta nuestros días, en la Constitución prevalece el sistema federal, aunque en la práctica cotidiana por largos años se asemejó al sistema centralista preconizado por los derrotados conservadores. La realidad muestra que en la recaudación y el gasto predomina esta tensión permanente: somos federalistas, pero recaudamos como centralistas. Más aún: hasta finales del siglo pasado, el presupuesto público se gastaba fundamentalmente a través de los programas y las dependencias federales, en tanto que las tesorerías de los estados vivían en crónica pobreza, dependiendo de las participaciones en impuestos federales.

Cobrar no es fácil, ni administrativa ni políticamente. Por eso, a partir de los años 80 los esfuerzos de los gobernadores estuvieron encaminados a lograr que una cantidad creciente de los fondos federales fuera entregada a los estados para su aplicación. Parecía que íbamos hacia un modelo en que el gobierno federal centralizaría la recaudación -sería el cobratario mayor- en tanto que los estados serían responsables del gasto. Uno de los argumentos más poderosos para “federalizar” el gasto era la mayor capacidad de los gobiernos estatales y municipales para conocer las necesidades de la población por su cercanía.

No es de extrañar entonces que los cambios administrativos de mayor calado en esta materia se hayan realizado al calor del creciente pluralismo político y de las crisis económicas que azotaron con fuerza en 1982 y 1995. Un paso fundamental aconteció en 1997, cuando en la Cámara de Diputados, con mayoría opositora al PRI por primera vez en la historia, los legisladores aprobaron la creación del Ramo 33 del presupuesto federal, a través de cuyos fondos y programas se inició la transferencia de un importante monto de recursos para ser aplicados por los estados y los municipios.

En el papel era estupendo: que los directamente involucrados recibieran el dinero, consideraran las obras a realizar, vigilaran su ejecución y rindieran permanentes cuentas a la ciudadanía. No sucedió así. Las denuncias de malversación y desviaciones de fondos públicos han menudeado, sin que la inmensa mayoría de éstas hayan merecido la atención del aparato de justicia.

En unas cuantas semanas, los diputados estarán discutiendo el Presupuesto de Egresos de la Federación 2014, una vez que haya sido aprobada la Ley de Ingresos. La iniciativa del Presidente de la República contiene dos elementos que son un reconocimiento tácito del fracaso de la política de descentralización del gasto público a estados y municipios. Uno, muy importante, es volver a concentrar el pago a maestros de todo el país. El otro, no menor, tiene que ver con el Seguro Popular; las medicinas que se compran para atender a los asegurados, que son aquellos que no tienen acceso al IMSS o al Issste, dejarían de estar a cargo de los gobiernos estatales y serían concentradas en gigantescas adquisiciones, responsabilidad de las autoridades de salud federal. Atrás de estas medidas aparecen las cifras enormes de comisionados sindicales; las negociaciones salariales con montos y prestaciones muy elevadas, sólo para eliminar el problema político magisterial del radar estatal. Y en el sector salud, los escándalos sobre desviaciones y presunto peculado con la adquisición de medicamentos y equipos han azotado como un poderoso virus muchos de los sistemas estatales de todo el país. Tal parece que la administración federal renuncia, de manera implícita, a poner en funcionamiento los mecanismos de transparencia y rendición de cuentas que formalmente tienen todos los estados.

Esto nos lleva al frente político-electoral, donde el PAN y el PRD, firmantes del Pacto por México, exigen la realización de una reforma política previa a las demás reformas, incluidas la fiscal y la energética. Una de las piezas fundamentales de la propuesta bipartidista es la desaparición de los institutos electorales estatales (el Ipepac, en el caso de Yucatán), para ser absorbidos por un Instituto Nacional de Elecciones, responsabilizado de organizar todos los procesos locales y federales. Dicen, y quizá con razón, que los gobernadores se han apropiado de los órganos electorales locales, incluyendo sus tribunales; que no será posible mejorar la calidad de la democracia si prevalece esta situación, por lo cual proponen eliminar los órganos locales y concentrar -otra vez la palabra mágica- las responsabilidades en un órgano nacional, más difícil de cooptar por parte de los ejecutivos estatales.


Dice el refrán que hay que cuidarse de “tirar el niño con el agua sucia”. Si imaginamos al federalismo como el infante, y a la mugre como la corrupción y malos manejos que han invadido el qué hacer público, tal parece que las propuestas de centralización y concentración del gasto y de los procesos electorales erosionarán en buena medida a uno de los pilares del federalismo. Decidir y actuar por exclusión, sin combatir las causas por las que las instituciones no cumplen, sólo hará posible la reproducción de los vicios y corruptelas que supuestamente se quieren combatir, ahora a una escala mucho mayor. ¿Quién cuida al gran cuidador? Esa es la siguiente pregunta.- Mérida, Yucatán.

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