Más que Cruzada contra el Hambre, urgente movilidad social.


Dulce María Sauri Riancho
¿Qué es la Cruzada contra el Hambre? ¿Una estrategia nacional para eliminar las carencias de alimentos? ¿Trabajará con los más pobres, que generalmente habitan las regiones más apartadas y en pequeños asentamientos dispersos a lo largo de la difícil orografía de las sierras que cortan el país? ¿O se instalará en las ciudades más grandes, donde no falta comida, sino dinero para poder adquirirla? ¿O será una “etiqueta” que se pegará a todos los programas sociales actualmente existentes, como sucedió con Solidaridad en su momento? En estos últimos días, la Cruzada se ha transformado en un “acuerdo integral para el desarrollo social incluyente”, es decir, que las acciones encaminadas a ejercer en forma efectiva el derecho a la alimentación suficiente y nutritiva que consagra el artículo 4o. de la Constitución, compartirán atención y recursos presupuestales con otros muchos programas sociales del gobierno federal y con los procesos electorales en catorce entidades de la república.
Tengo muchas reservas hacia la Cruzada. Su nombre tiene un tufillo medieval del que no logra desprenderse. Tal vez hubiera sido mejor copiar completo el exitoso programa brasileño -Hambre Cero- incluyendo su denominación. Pero eso es lo de menos. Los problemas comienzan cuando se revisa con atención el propósito central y se percibe su propensión a caer en las acciones asistenciales de reparto de despensas, materiales de construcción, láminas de cartón, entre otras. Le sumamos a la Cruzada su desvinculación de los programas que se han aplicado en los últimos dieciséis años para combatir la pobreza en México. Me refiero al programa estrella de las administraciones federales, que nació en 1997 bajo la denominación de Progresa, transformado en Oportunidades en 2001. Se suponía que por su diseño impecable, en que las familias que ingresaban eran seleccionadas mediante una encuesta socioeconómica que permitía calificar su situación, estaba blindado contra cualquier desviación de su propósito central, que era y es, romper el círculo de reproducción intergeneracional de la pobreza. En la actualidad, Oportunidades atiende a 5.8 millones de familias en todo el país, ciento cincuenta mil en Yucatán, la misma cantidad que en 2012. Quiere decir que uno de cada tres hogares de México -y proporción equivalente en Yucatán- recibe apoyos y subsidios de alimentación, becas escolares, ayuda para combustible, apoyo para adultos mayores, entre los más importantes. Además, Oportunidades concentra el más elevado monto de recursos públicos de todos los programas sociales del gobierno federal, más de 66 mil millones de pesos en 2013, dos veces el presupuesto total del estado de Yucatán. Pero ni el esfuerzo sostenido por más de tres lustros, ni los cuantiosos recursos han logrado el éxito en su propósito de evitar que la pobreza se herede de padres a hijos. Un estudio reciente, el Informe sobre movilidad social en México 2013. Imagina tu futuro, elaborado por el Centro de Estudios Espinosa Yglesias, muestra que de cada 100 niños que nacen en la pobreza, 48, poco menos de la mitad, morirán en la misma situación y sólo cuatro de cada 100 llegarán algún día a ser ricos. Setenta y dos niños nacidos en un hogar pobre no estudiarán ni la secundaria completa, sólo 11 llegarán a la preparatoria y apenas cinco de ellos tendrán un título universitario. En cambio, en el 20% de las familias más ricas, de cada 100 niños, 33, una tercera parte, serán profesionales y otros treinta y nueve, lograrán la preparatoria terminada, cuando menos.
Cuando los hijos crecen e ingresan al mercado laboral, las desventajas de la infancia en pobreza se agudizan. Ocho de cada 10 personas de menores ingresos se dedica a actividades agrícolas o manuales de baja calificación. Impresiona el dato que la probabilidad de un hijo de una familia en esas condiciones ocupacionales llegue a tener un trabajo no manual y de alta calificación, es sólo de seis entre 100. En consecuencia, es posible afirmar que México tiene una movilidad social baja, sobre todo en los extremos: los más pobres difícilmente salen de esa condición y los más ricos suelen quedarse así.
Considero que como sociedad hemos diagnosticado mal el problema y por eso los gobiernos aplican programas que se concentran en la asistencia para paliar las consecuencias más graves de esta situación, como son el hambre y la desnutrición. Aun si se alcanzara la meta de “hambre cero”, entendida como la disposición suficiente y oportuna de alimentos de calidad para toda la población, subsistiría el efecto demoledor de la desigualdad y la falta de oportunidades de trabajo decente, con ingresos que permitan sostener con dignidad a la familia. La igualdad de oportunidades requiere cambios en el terreno de la economía, que privilegien la creación de empleos, el desarrollo del mercado interno y políticas de redistribución del ingreso para generar una fuerte clase media en el país. El Estado tiene un conjunto de instrumentos de política pública para hacerlo posible. Falta visión, decisión y compromiso político para deslindar las acciones de asistencia a los más vulnerables, de aquellas dirigidas a crear verdaderas oportunidades para el futuro: buena escuela, buen empleo. Entre repartir miles de pares de zapatos al inicio del año escolar, a que los padres de familia tengan el dinero suficiente para comprárselos a sus hijos cuando los necesiten, apostemos a lo segundo.- Mérida, Yucatán.

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