Omisiones del Ipepac

Dinero y campañas

Columna publicada el día de hoy en el Diario de Yucatán

Dulce María Sauri Riancho

El pasado fin de semana concluyó la etapa que debió ser de precampañas en el calendario electoral que culminará con la votación del 16 de mayo. Para la mayoría de los ciudadanos, las campañas comenzaron desde fines de diciembre, cuando el PRI eligió a sus candidatos, o cuando empezó el proceso interno del PAN, a principios de enero. Espectaculares por toda la ciudad, desayunos y eventos partidarios —cuidando tal vez de llamar a votar abiertamente—, publicidad en la radio y la televisión, visitas de brigadas de promotores del voto para entregar propaganda casa por casa y, finalmente, los eventos de “toma de protesta”: el multitudinario del PRI en el Siglo XXI el domingo y el mucho más modesto del PAN, el sábado.

De acuerdo con la ley, los recursos económicos que los partidos y candidatos utilizan en los procesos electorales provienen del financiamiento público, principalmente. Eso quiere decir que vienen de los impuestos que pagamos todos los mexicanos. En 1996, cuando se tomó esa importante decisión que quedó plasmada en la Constitución, se definió que el sistema electoral tendría que ser protegido de los intereses de los grupos económicamente poderosos que podrían financiar las campañas políticas a cambio de prebendas y favores. Además, aumentó la severidad de las sanciones contra el uso indebido de los recursos públicos —dinero y bienes, como vehículos, locales y edificios— en que pudiesen incurrir los funcionarios de gobierno de los tres niveles.

El organismo responsable del proceso electoral es el Instituto de Procedimientos Electorales y Participación Ciudadana (Ipepac). Tiene las atribuciones de ley para fiscalizar cómo y en qué gastan los candidatos, si respetan los límites. Hasta ahora, el Ipepac se ha comportado como un mal médico forense, de esos que realizan la autopsia del cadáver sin siquiera determinar cuál fue la causa de su muerte. Veamos por qué.

Para las precampañas recién concluidas el Ipepac estableció el tope de lo que podría gastar cada precandidato. Para el caso de la alcaldía de Mérida, eso significó un millón 367 mil pesos por cada uno de los participantes. Como el PAN tuvo dos, hubiese podido gastar el doble de esa cifra. El PRI, con una sola precandidata, podría haber erogado 45 mil pesos diarios por los 30 días que duró esta etapa.

Ahora vienen las campañas electorales por 60 días. Cada partido político tiene un límite de gasto. Volviendo al caso de la Alcaldía de Mérida, la cifra asciende a 8 millones 340 mil pesos en números redondos, casi 140 mil pesos diarios. Es mucho dinero para cualquiera, más para la mayoría de las familias que luchan por sobrevivir a los incrementos de precios y a la precariedad del empleo. “Es el costo de la democracia”, responderán algunos. Es cierto, pero ni siquiera ése es el problema fundamental.

El peligro grave son los excesos cometidos por los partidos políticos que gastan mucho, mucho más allá de los límites autorizados. Y esa abierta violación a la ley sólo ha merecido multas económicas que escasamente erosionan las finanzas partidistas. Me parece estar oyendo: “La gubernatura bien vale una multa, la pagamos y ya”.

Brincarse los topes de gasto de campaña es una forma de echarle gasolina al fuego de la impunidad que nos devora como sociedad. Un candidato —como el actual presidente municipal de Benito Juárez-Cancún— tuvo que gastar más, mucho más de 10 millones de dólares (130 millones de pesos al tipo de cambio actual) para ganar su elección. Para lograrlo, se endeudó en lo personal; ahora está demandado por sus acreedores ante el supuesto incumplimiento de pagos. Otros candidatos hacen compromisos con quienes los financian, a pagar con contratos de obra pública, permisos y compras a precios inflados, una vez que lleguen al cargo. Otros —de acuerdo con rumores todavía no comprobados— realizan acuerdos con el crimen organizado para garantizar la operación tranquila de sus empresas delictivas. Éste es el verdadero “caldo de cultivo” del tráfico de influencias, del pago de favores con dinero público, la prevaricación y el peculado.

Por eso es tan importante que el Ipepac y sus consejeros se sacudan la modorra y comiencen a dar señales de su disposición a ejercer su labor fiscalizadora. Recorrer las principales avenidas meridanas, por ejemplo, les hubiera permitido detectar las decenas de espectaculares contratados para el proceso interno del PRI y del PAN; observar las tomas de protesta de los candidatos el pasado fin de semana les hubiese facilitado hacer la cuenta de los cientos de vehículos de transporte público que fueron contratados para movilizar a sus simpatizantes.

En las cuentas electorales no hay donativo que valga. Todo se contabiliza y acumula, o se debería hacer.

Recientemente se instaló el Comité de Ética, que es “el órgano encargado de vigilar la actuación de los distintos participantes en el proceso electoral”, incluido el propio Ipepac, los partidos políticos y sus candidatos.

Son ciudadanos elegidos para realizar la función de contralores de la sociedad; para ser nuestros ojos y oídos. Lo hacen con carácter honorario, es decir no cobran. En Víctor Arjona Barbosa, Carlos Pavón Durán, Xicoténcatl Cámara, María de los Ángeles Matos y Oscar Peniche Coldwell hemos depositado nuestra confianza para denunciar los excesos oportunamente; para señalar las desviaciones de los partidos y los candidatos, uno de ellos futura autoridad; para sacudir al Ipepac de su apatía y exigirle que le cumpla a la sociedad. Siéntanse apoyados para llevar a buen término esa importante encomienda. No nos decepcionen.— Mérida, Yucatán.

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