No basta decir “¡Ya no!”

Tengo derecho a vivir en paz

Columna publicada el día de hoy en el Diario de Yucatán.

La violencia contra las mujeres no es natural; padecerla y tolerarla tampoco es parte de la condición de género. Al ser un abuso de poder, la violencia contra las mujeres es una vulneración de un derecho humano fundamental: vivir en paz. Para recordarnos esto se estableció el Día Internacional de la No Violencia hacia las Mujeres, el 25 de noviembre.

Dentro y fuera del hogar, las situaciones de violencia son comunes a la vida de muchas mujeres. Pero es en el ámbito de la familia donde las mujeres viven las más duras violaciones al derecho fundamental a la paz.

Hace algunos años, en 1996, el gobierno mexicano reconoció que la violencia en el seno de los hogares era un asunto de interés público. Hasta entonces, se había negado a interferir en lo que consideraba como ámbito privado, es decir, en la vida familiar.

Ahora existe una legislación nacional, tanto federal como en la mayoría de los estados, incluido Yucatán, que protege el acceso a las mujeres a una vida libre de violencia. Estas leyes consideran diversos tipos de violencia. Concentraré mis comentarios en aquellos más frecuentes en el ámbito familiar.

La Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (Endireh), publicada en 2004 con un volumen especial para Yucatán, dirige poderosos reflectores sobre la condición de las mujeres yucatecas que viven en pareja. A pesar de que han transcurrido seis años desde su levantamiento, las situaciones que describen continúan prevaleciendo: violencia emocional, económica, física y sexual.

Casi cuatro de cada 10 yucatecas había sufrido al menos un incidente de violencia en el último año. El más frecuente, de tipo emocional, seguido del económico. Alarma el dato que dos de cada 10 mujeres de esta tierra han padecido violencia física y un poco menos, sexual en el seno de sus hogares.

Una lamentable igualdad parece rodear a las situaciones de violencia intrafamiliar en Yucatán: sin importar posición social, nivel de ingreso o grado de preparación, las yucatecas tienen en común haberse enfrentado a un acto de violencia en el año anterior a la encuesta.

No obstante, hay una diferencia significativa entre las mujeres que viven en unión libre con sus parejas y las que están casadas por el matrimonio civil y el religioso. Casi cinco de cada 10 de las primeras reportan violencia en sus relaciones de pareja, frente a un poco más de tres de las casadas “por las dos leyes”.

No es mi intención llenar de números este espacio. Quien desee abundar sobre la información estadística del Endireh puede hacerlo a través de Inmujeres (www.inmujeres.gob.mx). Sólo quisiera reflexionar con ustedes, mujeres y hombres yucatecos lectores de estas páginas, qué significan las distintas formas de violencia y las consecuencias que tienen en la vida de las mujeres que las padecen y de las familias que las viven.

La violencia emocional, por ejemplo, es dejar de hablarle a la esposa; avergonzarla o menospreciarla con comentarios como que es fea o gorda; decirle “tonta” o “incapaz” cuando no puede realizar alguna tarea de esas que están reservadas culturalmente a los hombres, como manejar aparatos electrónicos. Las amenazas de que se va de la casa, que le quitará a los hijos o más aún, que la correrá a ella son también formas violentas lamentablemente comunes en las relaciones familiares.

Gastarse el dinero de la quincena y dejar a la mujer a la buena de Dios con el encargo de los gastos y de los hijos, reclamarle acremente cómo y en qué gastó su dinero, ser tacaño, hacer de cada pago una negociación acompañada de lágrimas de humillación son formas de violencia económica.

Empujar a la pareja, jalarle el pelo, patearla o amarrarla, aventarle algún objeto o golpearla con las manos o con un palo son acciones de violencia física que, al tolerarlas, se intensifican a lo largo de los años, hasta llegar a causarles la muerte.

La violencia sexual fundamentalmente consiste en obligar a la mujer a tener relaciones cuando no quiere, imponiéndose por la fuerza. De esta forma de violencia, así como la que resulta en daños a la integridad física de las mujeres, se habla poco, con vergüenza, como si ellas fueran las culpables. Y cuando se denuncia, la presión de los hijos o la necesidad económica hacen que “perdone” al agresor.

Algunas veces los actos de violencia contra las mujeres en una relación de pareja en proceso de divorcio trascienden por su perversa imaginación o por la crueldad de la persecución. Es el caso de una residencia demolida en un día para no entregarla a la futura ex esposa. O lo sucedido con una mujer sometida por su todavía marido a un proceso penal por el robo ¡de la recámara de sus hijos y el viejo horno de microondas! (María Isabel Silveira Bolio silveira11@hotmail.com). Lo más grave en este proceso es que la orden de aprehensión fue expedida por otra mujer, la jueza, y la acusada se encuentra recluida en el domicilio de sus padres esperando el milagro de la justicia federal.

Además de la tristeza y la depresión, los problemas nerviosos y los moretones o hinchazón que provocan los golpes; de las hemorragias y de los abortos, la consecuencia más lacerante es la pérdida de la autoestima de las mujeres sometidas a la violencia cotidiana en el lugar que debería ser el cálido centro de amor y respeto entre miembros de la familia.

Existen instituciones creadas para atender los problemas de violencia contra las mujeres, incluyendo la intrafamiliar. Confiar en su capacidad de respuesta, de protección a las víctimas y de castigo y tratamiento a los agresores es un largo proceso en el que estamos inmersos.

Se corrige un grave error.— Se fue el secretario de Fomento Económico, agresor de su esposa. Ningún hombre debe serlo, menos un servidor público, sin que haya consecuencias inmediatas de relevo de su responsabilidad. Más vale tarde que nunca.— Mérida, Yucatán.

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